Gustavo Ocando Yarmarte o la Civitate Dei

 

Por: Alexis Blanco

GUSTAVO OCANDO YAMARTE… Escucho su voz de amansador de lobos esteparios, de pacificador de hienas salvajes, subido en el púlpito humilde del templo de San Tarsicio, proclamando en esa homilía definitiva, donde cita con inspiración meridiana al mismísimo Jesús: “Destruiré este templo y lo reconstruiré en tres días…”.

Sacerdote ungido e iluminado por la gracia de Dios, el Padre Ocando (Maracaibo, 22 de marzo de 1939) solía eludir nuestras trampas periodísticas, mis travesuras de monje loco, intentando que reconociera y admitiera lo que para mí era una absoluta certeza: “¿Se considera usted un artista?”.

Y el hombre pastor de hombres y de almas miraba al cielo de los justos y luego sonreía con picardía de juglar medieval, fundiendo en su respuesta sendas joyas de consagración pastoral: “Tú eres el más hermoso de los hijos del hombre; la gracia se ha derramado en tus labios. Por eso Dios te ha bendecido para siempre”, citando el salmo  45,  y uniéndolo a lo que dijera Juan, 4:7: “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios…”. Su pueblo le ama.

Mucho antes de las 7:30 horas del jueves, 10 de febrero, de 2022, el Padre Ocando se había marchado de esta nueva realidad de esqutoides, metaversos y falsas verdades. Sus condiciones de lucidez mental habían menguado al punto de mantener una parca rutina: todos los días salía al porche de su casa, vestido impecable aunque, como siempre, muy austero, a esperar un vehículo que jamás llegaría. “Es como si se sentara a esperar a Godot”, comentaba la colega Marisela González, amiga de una familia vecina de El Padre Ocando.

Más allá del título de la famosa obra del dramaturgo Samuel Beckett, El Padre Ocando conocía muy bien a los autores literarios que, de alguna manera, abordaban en profundidad el gran tema de la militancia cristiana. Desde Nietzsche, Kazantzakis, Saramago y hasta el mismo Marx, el grado de erudición teológica que poseía lo transformaba en un lúcido conversador sobre tales temas, según reseñaba, en algunos de sus artículos, su sabio colega, el padre Laudi Zambrano. “Era como si se transformara en un ensorbecido defensor de la preceptiva teológica”. Y, de hecho, varias veces comentaría una novela del venezolano Miguel Otero Silva que le gustaba mucho, La piedra que era Cristo.

Pero su verdadera pasión como teólogo estaba en San Agustín de Hipona y sus 22 libros sobre De Civitate Dei contra paganos, o La Ciudad de Dios contra los paganos, un monumental e indispensable tratado en el que él mismo sustentó el complejo y fecundo legado de obras construidas por él mismo y que ahora le conceden la gracia de la trascendencia.

Porque jamás fue El Padre Ocando un hombre de meras ideas. Insisto: era un artista neorrenacentista, en el sentido de intentar siempre transformar en obras la enorme gracia de Dios. Desde el anciano San Agustín de Hipona sorbió ideas clave vinculadas con la naturaleza de Dios, el martirio o el judaísmo, el origen y la sustancialidad del bien y del mal, el pecado y la culpa, la muerte, el derecho y la ley, la contingencia y la necesidad, el tiempo y el espacio, la providencia, el destino y la historia, entre otras materias. Pero acá, en su tierra, en su propio lar, aprendió de constructores fundamentales como, por citar el más relevante, Monseñor Olegario Villalobos.

“Constructor a ultranza, incansable y visionario, un hombre a quien comparo ahora mismo con el Maestro José Antonio Abreu, quien sin ser cura, es un laico; y los comparo por eso que tú dices: músico, investigador erudito, gerente prolijo, director de obras artísticas fundamentadas en la acción social desde la Iglesia, transformador de sueños en gloriosas realidades, etcétera…”, grabábamos, en algún momento de los noventa, a Guillermo Yepes Boscán, ex ministro de Cultura y ferviente admirador de El Padre Ocando.

La memoria escribe por mí pero ahora necesito ayuda: no recuerdo si fue en la catedral de Maracaibo o al templo de San Tarcisio, donde El Padre Ocando recuperó el magnífico órgano de tubos, una reliquia preciosa. Y trajo a Pablo, el hijo del compositor Evencio y quizás el mejor ejecutante de ese instrumento que hay en Venezuela. Y corrían lágrimas por el rostro de El Padre Ocando cuando sonaba el Dies Irae o el Stabat Mater. Recordaba a la catedral de Leipzig, donde Bach exponía la monumental gracia de Dios hecha arte superior:

 

“Será un día de ira, aquel día

en que el mundo se reduzca a cenizas,

como predijeron David y la Sibila!

¡Cuánto terror habrá en el futuro

cuando el juez haya de venir

para hacer estrictas cuentas! (…)

 

Ahora llora quien escribe.

Arte y nobleza

Recuerdo al Padre Ocando dirigiendo la grabación de un disco doble sobre la épica historia de Bolívar y Urdaneta, donde quien suscribe hizo la voz de un joven teniente patriota. El también fallecido maestro, Isaías Fulcado Parra, fundador de la escuela de teatro Inés Laredo, gran amigo y discípulo de El Padre Ocando, congregó el elenco para la obra escrita por el inspirador sacerdote nuestro.

Fue Isaías quien me presentó al creador de aquella épica pieza sinfónica. “Gustavo está creando una institución educativa sustentada en la música, las bellas artes y las ciencias en general y es un súper proyecto que le roncan los motores: kínder, colegio de primaria, liceo y una universidad, con profesores traídos desde diversos países y con un plan de becas de postgrado en el exterior”, comentaba feliz, aludiendo al entonces recién nacido Instituto de Niños Cantores del Zulia.

Era una idea revolucionaria (ese adjetivo encaja perfecto para definir a El Padre Ocando, entendiéndolo como quien crea y transforma, no como una aventura política o ideológica), que venía desarrollándose con fuerza en Viena y Helsinki.

Suena redundante admitir la vastísima performance intelectual de El Padre Ocando. Recién le citábamos, desde su obra de historiador, cuando junto con Juan Besson revisaba los hechos suscitados en Maracaibo a raíz de la pandemia de gripe española que devastó la ciudad aquel entonces. “La historia se representa siempre, en vivo y para que la gente sin formación pueda aprenderla, dominarla y proyectar sus aprendizajes según la preceptiva cristiana”, escribiría.

Uno de sus muchos discípulos artistas notables, Edgar Gutiérrez, egresado de la universidad que El Padre Ocando fundó, le recuerda:

“Tengo grandes recuerdos de su figura, de su importancia, por mi paso en la Universidad Cecilio Acosta, uno de sus tantos proyectos hecho realidad. Y recuerdo, con un cariño muy especial, el día que llegó alguien al salón donde  yo estaba escuchando la clase que me tocaba en ese momento, para decirme “el Padre quiere verte”. Y me reuní en esa oportunidad en la cual aprendí mucho acerca de dos cosas bien puntuales que me dijo y que yo ya venía trabajando en eso: 1. Que los artistas debían ser integrales, capaces de hacer cualquier cosa en el campo del arte y en sus propias palabras me decía que él no concebía a un artista que se le encomendara un busto o retrato en cualquier especialidad y dijera que no lo puede hacer porque no sabe y, 2, Cuando me dijo que cualquiera que fuera la situación en la que me enfrentara en esta vida me dijo “nunca bajes la guardia”…”.

Estar alerta, siempre. Más que una consigna, una lección de vida. Al vuelo llegan recuerdos: como cuando encomendó a Yehoshua Villarreal, el logo de la estación de televisión NCTV, una preciosa paloma que todavía se eleva sobre la memoria en ristre. O alumnos brillantes, como José Gregorio Gotopo, Gloria Castillo o Johan Galué, todos comprometidos con el arte gracias a esas convicciones que en ellos sembrara el prodigioso magisterio Ocando Yamarte.

Del cual habla la maestra artista, Gloria Castillo: “Siempre fue muy cálido maracaibero. Cien por ciento trabajó, sin medio, en pro de los más desposeídos. Era un creador muy consciente de la necesidad del bienestar de los niños. Por eso creó Niños Cantores y se inspiró en los grandes teatros del mundo para crear el de los Niños Cantores. También creó la Universidad Católica Cecilio Acosta, para darle continuidad de estudios superiores a sus niños cantores. En principio solo era Artes y Música. Envió a Italia a los estudiantes más destacados para que, con sus especialidades y estudios, formarán a los estudiantes de la Unica. Era muy cercano a los estudiantes y a sus familiares. Creó  el canal 11,  dónde los estudiantes de la Unica eran sus pasantes. Un visionario, catedrático, sobre todo imaginó una Maracaibo Ciudad de Artes. Era genuino,  reabrió el diario La Columna y defendió la humanidad de los creadores, artistas, comediantes, músicos, y catedráticos. Creó el  Canal dándole  esa responsabilidad y compromiso por su tenacidad y su entrega al servicio del zuliano. De naturaleza firme, creó La  Ciudad de Dios, donde dio presencia visible para el urbanismo de Maracaibo. Allí quiso recrear los frescos de la Capilla Sixtina, al lado construyó la Iglesia San Tarsicio, y junto a la Comunidad Europea creó el Hospital Madre Rafols, absolutamente solemne, convencido de la unidad y la creatividad como tesoro que renueva siempre la ciudadanía – humanidad. Deja una huella imborrable en cada uno de quién lo conocimos y doy gracias por mi casa de Estudios, fue la primera Universidad de Artes aquí…”.

Comunicación y liturgia social

Tanto la Rerumnovarum, del Papa León XIII, como las catorce encíclicas promulgadas por el Papa San Juan Pablo II y aún la de Pablo VI, “Populorum Progressio”, enmarcaron en buena medida la labor integral pastoral de El Padre Ocando. Discípulos y amigos suyos, como Julio Portillo, Germán Novelli o Antonio Pérez Esclarín, prodigaron elogios ante la inmensa tarea comunicacional de este príncipe recién ido.

Monumental ejercicio de interacción cívico-eclesiástica, que lo vio trabajar como director del diario La Columna y redactor de L’Osservatore Romano, en su edición española. También se desempeñó como director espiritual del Seminario San José, fue catedrático del Seminario Interdiocesano de Caracas, director de emisora La Voz de la Fe 580 AM y de la Onda Serena 90.9 FM, después llamada La Chiquinquireña. Fundó, como soporte comunicacional del Instituto Niños Cantores del Zulia, la Televisora, Canal 11 del Zulia, NCTV, en sus sedes de Zulia, Lara y Carabobo.

El Padre Ocando tenía esa hermosa voz de bajo finamente trabajada en conservatorios de Canto Gregoriano. Un ser muy comprometido con la búsqueda de la verdad intrínseca a la ciencia y al arte, lo cual afloró en sus regios títulos de doctor en Historia de la Iglesia, Licenciado en Teología Litúrgica y en Comunicación Social. Toda una eminencia.

A El Padre Ocando le encantaba aquel couplé de 1958, La Violetera, con Sarita Montiel. “Ese universo de relaciones sentimentales marcadas por el odio entre clases sociales encuentra en esta obra  una magistral y conmovedora obra artística de José Padilla. Una genialidad que Chaplin incluiría en Luces de la ciudad y que Luis César Amadori inmortalizaría con la película con Sarita”,  me decía a propósito de un reportaje sobre la muerte de la actriz, en abril de 2013.

Porque El Padre Ocando entendía el teatro musical como una sublime liturgia, “un canto infinito donde todas las circunstancias cruciales de la vida pueden ser representadas como una sagrada lección semejante a las oraciones y salmos de nuestro gran Misal”, exponía.

Una tarde vino a Maracaibo el inmortal mimo francés, Marcel Marceau, quien disfrutó con locura la explicación que le dieron con respecto a la palabra “bombolones” y entre carcajadas prometió aquella noche, en el especial del programa Ángulos, que intentaría trabajar en la representación mímica de aquellas enormes preguntas que, como gigantescas piedras o “bombolones” podrían ayudar a despertar a la humanidad de cualquier letargo. Fue en ese Teatro súper moderno que El Padre Ocando construyó donde también el pueblo zuliano vería espectáculos de muy alto nivel artístico, referidos por él como “resultado directo de la magna obra de Dios”.  Bendito sea.

La cura de todos los males

En 1996, El Padre Ocando emprendió la que sería su última obra magna, junto con Ciudad de Dios, donde había dispuesto un centro ambulatorio de salud integral que entonces era el preámbulo del modernísimo Hospital Madre Rafols. Una obra extraordinaria para la que no le alcanzó tiempo para desarrollar según el proyecto original.

Cuando creó esa última obra  ya contaba con el respaldo financiero de la Unión Europea. Para sustentar tal proceso integró el ambulatorio de Los Modines y a la congregación religiosa de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, dando el nombre de su fundadora, la Madre Rafols, al prominente edificio en cuya capilla depositaron sus restos para las exequias de rigor.

La grey zuliana continúa llorando al sacerdote que se ordenó el mismo día de San Ginés de Roma, patrono de los artistas escénicos. Se escucha un profundo cántico gregoriano, con las palabras del Dies Irae, mientras aquí le continuamos llorando:

 

“La trompeta resonará terrible

por todo el reino de los muertos,

para reunir a todos ante el trono.

La muerte y la Naturaleza se asombrarán,

cuando todo lo creado resucite

para responder ante su juez.

Se abrirá el libro escrito

que todo lo contiene

y por el que el mundo será juzgado.

Entonces, el juez tomará asiento,

todo lo oculto se mostrará

y nada quedará impune.

¿Qué alegaré entonces, pobre de mí?

¿De qué protector invocaré ayuda,

si ni siquiera el justo se sentirá seguro?

Rey de tremenda majestad

tú que salvas solo por tu gracia,

sálvame, fuente de piedad.

Acuérdate, piadoso Jesús

de que soy la causa de tu calvario;

no me pierdas ese día.

Por buscarme, te sentaste agotado;

por redimirme, sufriste en la cruz,

¡que tanto esfuerzo no sea en vano!

Justo juez de los castigos,

concédeme el regalo del perdón

antes del día del juicio.

Sollozo, porque soy culpable;

la culpa sonroja mi rostro;

perdona, oh Dios, a este suplicante.

Tú, que absolviste a Magdalena

y escuchaste la súplica del ladrón,

dame a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas,

pero tú, que actúas con bondad,

no permitas que arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño

y sepárame de los impíos

situándome a tu derecha.

Confundidos los malditos,

arrojados a las llamas acerbas,

llámame entre los benditos.

Te ruego compungido y de rodillas,

con el corazón contrito, casi en cenizas,

que cuides de mí en el final.

Será de lágrimas aquel día,

en que del polvo resurja

el hombre culpable, para ser juzgado.

Perdónalo, entonces, oh Dios,

Señor de piedad, Jesús,

y concédele el descanso.

Amén”.

Oración, memoria, silencio… Descansa en paz, Padre Ocando. Tus obras te sobrevivirán para siempre…

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